El Pont des Arts se adivinaba ahí mismo. Entrar en él como en cuerpo acostumbrado, doblado hacia el frente. No tener certezas, pero saber ciertas cosas, cosas que nadie sabe y lo que quede de vida será de regalo. Aspirás mudo el gitanes tan consagrado por la espera, levantado con dos dedos como forma divina y sentís el humo hacerse uno acá dentro (te tocas el pecho). Recostar la espalda contra la barandilla, girar el cuello hacia arriba. Derivamos. Nos guiamos por ruidos primigenios. Te enamoras de las cavernas, benditas las sombras, los no-muertos, el reino de las ilusiones, saltar contra el espejo, intentar atravesarlo, pero claro, partirse el cráneo. Tomás aire y el cigarro asume un rumbo, señala en el cuerpo del puente una estrella desterrada.
Y pensás en reencarnaciones. El río que fuiste, cómo perdiste la virtud en aguas de otro oceáno mayor; el gorrión que volaba y volaba, el Vértigo estúpido que le suspendió las clases aéreas o, sobre todo, las mañanas en el Tíber, las tardes en el Foro, los veranos frente al Mediterráneo, cálido, eterno. Y aquel hueco, ausencia de vos, alfabetos traspuestos en el banco de los delfines. Aquí en el Pont des Artas bebimos cerveza, compramos ciertas raíces, prohibidas semillas, mascando ciertas hierbas, así, sin apuro, como quien masca tristeza; e imaginás al final desconectado en todo que naufragamos contra corriente, que la catedral reniega por fin de su clero y se suma con nos: atajo de locos, manicomio solidario flotando sobre el río en jornada de puertas abiertas, cantando, bailando, apurando el tinto turbio de las noches del mundo, escribiendo versos absurdos, iluminando un cielo que en esta ciudad no es preciso iluminar, con una luna sangrante, empecinada en sus ciclos, recortando el Institut de France.
Pero los muertos siguen siendo los muertos te recuerdan los vivos y algún hipócrita hijo de puta puta paseando impunemente en mangas de camisa.
En estas circunstancias me asomé al agua.
Y sienta bien el gitanes y deja gusto el vino. El Cour Carrée resplandecia a la izquierda. No pude evitar rezar suavito y dibujar un pez con la punta de la bota. Escupí esmeraldas azules y medité que iba siendo hora de dormir, descansar en agua profunda, amanecer en un mar desconocido sin latitudes ni longitudes nombradas, con aguas todavía por medir. Pensé en vos. Deseché su espíritu de lluvia, su aire transparente; os sentí acaso como el barro cierto, ya no lluvia, ya no abril sincero ni cristal. No recordé siquiera el bosque de vos. Desdeñé irónico el Pont Neuf, sentía profunda sed pero renegué avidamente de las fuentes que otros días agotamos juntos; no quise ni susurrar el número de tu apartamento en la rue Pavée.
Pero.
Recordar tu pelo, el dorso de tu cuello, las manos y el cuerpo como un temblor en el mío me pusieron enésimamente triste. Miré rápido hacia otro lado, conté hasta cien, suplí con trago y chacareras traducidas el mal tiento y la ñoaranza que se andaban saliendo de ritmo horario. Con todo fueron leves las balas. No se remedió el olvido y esa noche pidieron papeles al exiliado. La Maga no apareció, sólo ese hueco de su cadera en el aire y alguna esquirla de su sexo entre las tablas.
Luego siguió siendo todo muy rápido.
Me escapé inundadamente ebrio a la rivé gauche. Tan ebrio que casi me evaporaba. Acaso bajé por la rue Mazarine en dirección al Odeon pero salí perdido por Saint André des Arts, amortiguada ya de turistas y olores estupefactantes. Cantaba ya espléndido y vitoreaba a los balcones con algún gato y dos o tres noctámbulos adheridos; saludé a venus que se transfiguraba en estrella errante, angel desterrado y anoté que a la luna en tres cuartos le salían dientes. Las calles se hicieron de dos direcciones, pero luego, un trecho por delante, cansado, profundamente cansado, con un dolor de dentro que no me entendía retuve los pasos. Prudente con todo dejé pasar un citroen acelerado.
A la vuelta de la plaza del paseo -había caminado en círculo- encontré la Piedra. La inevitable y maldita Piedra que me pedía ser empujada, de nuevo, otra vez empujada, cuesta arriba empujada. Impreciso y converso Sísifo como aquel de Carpentier al que se le acababan las vacaciones, aunque las mías, paradójica y nominalmente comenzaban hoy.
Artemio Rulán. Cuaderno rojo. París 1975-1977
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